Tragedia. Miles de haitianos quedaron atrapados bajo los escombros de los edificios hechos añicos. |
Angustia. En las calles los gritos de dolor eran estremecedores. |
Santo Domingo.- Son las 4:40 de la tarde del martes 12 de enero. En Haití lo más importante era llegar al hotel y despachar parte de los trabajos realizados durante la jornada para la publicación del día siguiente del LISTÍN DIARIO, y así evitar que otro medio lo publicara antes.
Pero es la hora pico en Haití: las calles estrechas de Petion Ville se congestionan de tal forma que apenas podemos avanzar. Como siempre, me gusta viajar en la parte delantera del vehículo para ir tomando las imágenes que creo no se volverán a repetir. Conforme avanza el tiempo es más grande la ansiedad de llegar.
Un mal pensamiento
A las 4:48 de la tarde, más o menos, miro hacia la montaña como si fuera la última vez que la veré. Mientras coloco la cámara en posición para tomar la imagen, algo tenebroso llega a mi mente: ¿Qué ocurriría si pasa un terremoto en Haití con todas esa casas tan juntas y en esa pendiente? Me dije a mí mismo: Cuídalos, Señor.
Tomo fotos y bajo la cámara sin saber que cinco minutos más tarde debía subirla para tomar las más dolorosas de mi vida. A las 4:54 de la tarde, el movimiento del vehículo y el ruido, la gente corriendo, me hacen reaccionar.
Lo que había pensado minutos antes se había hecho realidad: Llegó el terremoto.
Me bajo del vehículo sin pensar lo malo que me podía pasar, lo más importante era tomar las fotos; escuchaba la voz de mi compañero Javier Valdivia que me decía que subiera al vehículo, a lo que le presté poca atención.
Luego, los dos haitianos que nos acompañaban me hicieron subir, ya que estaban muy nerviosos. Aún seguía diciéndoles que se detuvieran y me decían que no.
Luego de avanzar unos 400 metros le dije al chofer: Párate, párate. La gente corría de un lugar a otro sin saber adónde ir; nos bajamos y empezamos a caminar hacia donde se habían derrumbado más casas. Valdivia tomaba notas; los gritos eran estremecedores: unos pedían ayuda, otros corrían con los heridos en brazos, carretillas, camionetas, etc. Pasamos frente a la entrada del hotel y pensamos en entrar pero nos envolvimos tanto en la historia que no nos detuvimos.
Seguimos bajando. Ya empezaba a oscurecer y aún así queríamos seguir y lo hicimos. En algún momento quería cargar a alguien, ayudarlo, pero me preguntaba adónde lo llevaría, por lo que continué mi trabajo.
El rostro cubierto de polvo de una mujer me hizo detener, la miré y no se percató de que estaba a su lado.
Fue luego cuando un hombre se me acercó y me pidió ayuda en inglés, y me preguntó entre gritos si hablaba ese idioma. Vi tirado en el suelo a un niño. Quise hacerle la foto pero el hombre me tomó la mano y me dijo: “No foto; ayuda a mi hijo que se ha muerto”.
No pude seguir haciendo fotos. Le contesté en inglés que no podía ayudarlo, que me disculpara. Luego lo abracé y el lloró en mis brazos por unos minutos hasta que me soltó y siguió pidiendo ayuda.
Continuamos el camino hasta el hotel Montana que quedó totalmente destruido.
Estaba oscuro y no pudimos seguir. Ya de vuelta, todo era más confuso por la oscuridad y los gritos de heridos.
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UNA NOCHE INTERMINABLE
En el hotel procedimos a buscar el equipaje, lo que hicimos rápidamente por lo peligroso del momento.
Nos habían tocado las habitaciones 402 y 403; estaban tres pisos hacia abajo ya que las construcciones en Haití son, en su mayoría, en las laderas de las montañas.
Subimos; nos colocamos en la parte frontal del edificio y esperamos... Cada cinco minutos era lo mismo: volvía a temblar la tierra, y volvían a escucharse los gritos de las personas.
Todos los que estábamos hospedados en el hotel ya estábamos afuera. De pronto el llanto de un bebé de unos nueve meses nos hizo reaccionar un poco. El niño tenía una pierna rota: fue el primero en recibir atenciones.
Y comenzó lo que parecía interminable. Cada cinco minutos, a veces menos, otras veces más, comenzaron a llegar los heridos. Los graves morían poco después de llegar; otros amanecieron muertos y eran abandonados por sus familiares.
En un momento, el cielo se nubló y pensé que iba a suceder lo peor. ¿Dónde iban a poner a los heridos cuando comenzara a llover? Pero ese no era el plan de Dios. La noche era oscura y había que iluminar con los faroles de un vehículo para que los dos médicos, que poco se sabe de dónde salieron, suturarán las heridas de los pacientes haitianos. Comencé a contar a los que llegaban, pero decidí no continuar porque en un momento perdí la cuenta.
Hacía una que otra foto esperanzado en que así se iría el tiempo más rápido, pero la noche seguía y seguía. El bebé lloraba desconsoladamente “¡Papa bonye, mua monde oh! papa bonye!”. A lo lejos se escuchaban cánticos y luego los gritos volvían por las réplicas del terremoto. Jorge Cruz
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