Vendrían períodos de tumulto, agitación, de contradicciones
Un día como hoy de 1961, en horas de la tarde, en la
fecha siguiente al ajusticiamiento de Rafael Leónidas Trujillo, fue
cuando me enteré de la trascendental noticia. No había cumplido
los nueve años; vivía en la Cueva de Cevicos, en Cotuí, un
poblado que para entonces debía tener unas mil familias.
La noticia se hizo presente porque los contados espacios públicos amanecieron con la bandera nacional a media asta, sin que se supiera porqué; la conmoción y los movimientos desgarradores de la gente, que poco después se colocó brazalete negro: unos lloraban y otros recolectaban todo el arsenal disponible en pulperías y en el único almacén del pueblo: se recogió la mayor cantidad de machetes (en sus versiones de mochas y colines): el jefe de puesto, sargento Ángel Batista, convocó a los comerciantes y demás personas importantes de la sección para instruirles que debían armarse para patrullar y defender el cuartel policial ante el peligro de que esa noche fuera atacado por “los comunistas enemigos de la democracia y de la paz.”
Aquel mundo idílico en que vivíamos era ajeno a toda dictadura, a asesinatos de opositores al régimen, que muchas veces no sólo incluía al rebelde: la persecución se extendía a toda la familia. El universo de entonces era el furor de la infancia en aquella comunidad, que entendíamos encantada: la escuelita, frente a la llave pública, con agua extraída por molinos de viento; los modales y la pasión magisterial de don Manuel Peña, que nos alfabetizó a todos.
Asimismo, las excursiones hacia las cuevas de los indios, llenas de murciélagos y su guano (excremento), que se usaba para fertilizar la tierra; las fiestas en el bar de Hipólito Vásquez y de Lucía, que alborotaban al vecindario, las procesiones de Semana Santa, las misas de domingo y días de guardar; toda la religiosidad giraba en torno a un santo varón, el párroco Ernesto Roque Frías, y su dinámico catequista, cuyas lecciones de catecismo sembraban la aldea de espiritualidad. En 1958, Octavio Rodríguez llevó a su almacén la primera televisión, una especie de cine para la comunidad. En la Semana Aniversario de La Voz Dominicana, hoy Corporación Estatal de Radio y Televisión (Certev), hasta allá llegaban los festejos a través del canal. Por cinco centavos se disfrutaba de artistas como Libertad Lamarque, Lola Flores, Amalia Mendoza, “La Tariacuri”, el actor Fernando Fernández, Celia Cruz, La Sonora Matancera, entre otros.
Habíamos llegado a la Cueva en abril de 1959, desde Santiago. En un camión viajaban la mudanza y toda la familia, incluido el que estaba en el vientre de nuestra madre: Miguel Núñez. Poco después llegarían por Maimón, Constanza y Estero Hondo los expedicionarios de la Raza Inmortal, estocada fundamental a la dictadura , junto con los efectos en el Caribe de la minicrisis financiera norteamericana de 1957. Era tan intenso el terror de la época, que ya se había convertido en atmósfera.
Días después del ajusticiamiento del tirano, fue saqueada en Chacuey, en las cercanías de la Cueva, una finca de Juan Tomás Díaz, quien junto a Antonio de la Maza, encabezó el grupo de valientes de la gesta del 30 de mayo de 1961.
Aquel día después del ajusticiamiento, ya casi al anochecer, me acerqué a un pequeño grupo de jóvenes que conversaban frente a la farmacia de Amado Robles. Aún recuerdo la afirmación de Alberto Polanco: “Esto se embromó. No habrá quien arregle esto, quien controle la situación”.
Ahí se expresó la intuición popular. Después de tanto tiempo de paz y tranquilidad, los 31 años de la tiranía, aunque fuera en base a palos y trancas, como lo definió alguien, vendrían períodos de tumulto, agitación, de muchas contradicciones, de luchas.
Tras la decapitación de la dictadura y la elección de Juan Bosch como presidente de la República en octubre de 1962, pudo iniciarse la etapa de la transición democrática. Pero se tronchó esa posibilidad con el golpe de Estado de 1963. Aparte de factores como la Guerra Fría, cargada de ideología y desconfianza, así como intereses nacionales y externos en juego, el derrocamiento del experimento democrático y social de 1963 estuvo determinado también por la ausencia de la sustancia económica, social, política y cultural que sustentara ese proceso, que Bosch calificó de revolución democrática.
Es la convulsa etapa que vivió el país desde entonces hasta 1978, por lo menos, con el triunfo del Partido Revolucionario Dominicano y don Antonio Guzmán, y que tanto inquietaba al joven Alberto Polanco, el día después de la muerte del sátrapa, ha seguido superándose hasta nuestros días. De más en más.
La noticia se hizo presente porque los contados espacios públicos amanecieron con la bandera nacional a media asta, sin que se supiera porqué; la conmoción y los movimientos desgarradores de la gente, que poco después se colocó brazalete negro: unos lloraban y otros recolectaban todo el arsenal disponible en pulperías y en el único almacén del pueblo: se recogió la mayor cantidad de machetes (en sus versiones de mochas y colines): el jefe de puesto, sargento Ángel Batista, convocó a los comerciantes y demás personas importantes de la sección para instruirles que debían armarse para patrullar y defender el cuartel policial ante el peligro de que esa noche fuera atacado por “los comunistas enemigos de la democracia y de la paz.”
Aquel mundo idílico en que vivíamos era ajeno a toda dictadura, a asesinatos de opositores al régimen, que muchas veces no sólo incluía al rebelde: la persecución se extendía a toda la familia. El universo de entonces era el furor de la infancia en aquella comunidad, que entendíamos encantada: la escuelita, frente a la llave pública, con agua extraída por molinos de viento; los modales y la pasión magisterial de don Manuel Peña, que nos alfabetizó a todos.
Asimismo, las excursiones hacia las cuevas de los indios, llenas de murciélagos y su guano (excremento), que se usaba para fertilizar la tierra; las fiestas en el bar de Hipólito Vásquez y de Lucía, que alborotaban al vecindario, las procesiones de Semana Santa, las misas de domingo y días de guardar; toda la religiosidad giraba en torno a un santo varón, el párroco Ernesto Roque Frías, y su dinámico catequista, cuyas lecciones de catecismo sembraban la aldea de espiritualidad. En 1958, Octavio Rodríguez llevó a su almacén la primera televisión, una especie de cine para la comunidad. En la Semana Aniversario de La Voz Dominicana, hoy Corporación Estatal de Radio y Televisión (Certev), hasta allá llegaban los festejos a través del canal. Por cinco centavos se disfrutaba de artistas como Libertad Lamarque, Lola Flores, Amalia Mendoza, “La Tariacuri”, el actor Fernando Fernández, Celia Cruz, La Sonora Matancera, entre otros.
Habíamos llegado a la Cueva en abril de 1959, desde Santiago. En un camión viajaban la mudanza y toda la familia, incluido el que estaba en el vientre de nuestra madre: Miguel Núñez. Poco después llegarían por Maimón, Constanza y Estero Hondo los expedicionarios de la Raza Inmortal, estocada fundamental a la dictadura , junto con los efectos en el Caribe de la minicrisis financiera norteamericana de 1957. Era tan intenso el terror de la época, que ya se había convertido en atmósfera.
Días después del ajusticiamiento del tirano, fue saqueada en Chacuey, en las cercanías de la Cueva, una finca de Juan Tomás Díaz, quien junto a Antonio de la Maza, encabezó el grupo de valientes de la gesta del 30 de mayo de 1961.
Aquel día después del ajusticiamiento, ya casi al anochecer, me acerqué a un pequeño grupo de jóvenes que conversaban frente a la farmacia de Amado Robles. Aún recuerdo la afirmación de Alberto Polanco: “Esto se embromó. No habrá quien arregle esto, quien controle la situación”.
Ahí se expresó la intuición popular. Después de tanto tiempo de paz y tranquilidad, los 31 años de la tiranía, aunque fuera en base a palos y trancas, como lo definió alguien, vendrían períodos de tumulto, agitación, de muchas contradicciones, de luchas.
Tras la decapitación de la dictadura y la elección de Juan Bosch como presidente de la República en octubre de 1962, pudo iniciarse la etapa de la transición democrática. Pero se tronchó esa posibilidad con el golpe de Estado de 1963. Aparte de factores como la Guerra Fría, cargada de ideología y desconfianza, así como intereses nacionales y externos en juego, el derrocamiento del experimento democrático y social de 1963 estuvo determinado también por la ausencia de la sustancia económica, social, política y cultural que sustentara ese proceso, que Bosch calificó de revolución democrática.
Es la convulsa etapa que vivió el país desde entonces hasta 1978, por lo menos, con el triunfo del Partido Revolucionario Dominicano y don Antonio Guzmán, y que tanto inquietaba al joven Alberto Polanco, el día después de la muerte del sátrapa, ha seguido superándose hasta nuestros días. De más en más.
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