Santo Domingo.- Hace apenas unos años transitábamos de oeste a este por la Rómulo Betancourt, cuando, de buenas a primeras, apareció un cruzacalles que decía algo como “Jesús viene”. Un par de cuadras más adelante, “Jesús está cerca” y, una cuadra después, otro, pero otro con un rezumo formidable de ironía: “Jesús, mecánico de automóviles”.
O sea, el Jesús del cuento se tomó a pura guasa eso que casi a diario encontramos en alguna pared o poste del alumbrado: “Cristo viene”.
Y eso viene a cuenta porque todo parece indicar que los cristianos (no todos, nos resistimos a pensar que son todos tan cerrados de mollera) se han pasado más de 2000 años anunciando una llegada que nunca se acaba de dar. Pero lo malo de esto no es que anuncien algo que no acaba de llegar, sino lo que implica esa supuesta llegada: cuando al fin llegue el Cristo, ello significará que junto con él llega el Apocalipsis, o sea, que se acaba el mundo, que se acaba todo, para felicidad y regocijo de esos cristianos. Y, dígannos, ¿cuántos son esos cristianos? No sabemos, puede que un millón, tal vez varios millones. Esos, pues, se salvarán, irán al reino de los cielos el “cuerpo y alma” (no sabemos para qué el cuerpo si ya están muertos y el la “gloria”, pero, así es como lo cuentan). Pues bien, esa felicidad, ese regocijo por haberse salvado con la llegada de Cristo, significa, como es natural, que todos los demás que no sean cristianos (esos cristianos) se irán al cuerno, o sea, que morirán todos porque, claro, el mundo, tal y como lo conocemos, se va a acabar.
El fanatismo al cine
Y eso es lo que llegamos “morboso”, una delectación en lo morboso de cabo a rabo porque, vaya, se salvan ellos porque creen en lo de “Cristo viene”, y otros pocos, unos 6000 millones, se van a casa del carajo sean bondadosos, sean creyentes en otras religiones, sean agnósticos, sean ateos, sean ancianos, sean niños, sean lo que sea.
Pues bien, esa maravillosa capacidad de pensar inducida por el fanatismo más atrasado se traslada al cine con una formidable simplicidad, pero también con el mismo estúpido simplismo.
Roland Emmerich debe haber gastado tal vez unos 150 millones de dólares en hacer este mazacote titulada “2012”, pero, de no andar muy equivocados, de ese cantidad de dinero tirado a la calle por inútil lo más probable es que las dos terceras partes hayan sido invertidas en, adivinen, pues claro, en los tan espléndidos efectos especiales. Ya lo hemos dicho muchas veces: antes, se hacían películas y a algunas de ellas se le introducían efectos especiales porque, por tal o cual razón, eran necesarios. Ahora es lo contrario: se diseñan espectaculares efectos especiales y entonces se escribe un guión para un film que entonces podrá utilizar esos efectos diseñados y que, como es natural, son carísimos.
El director
Emmerich es un éxito en Hollywood: aparte de “El Patriota”, que fue una más o menos buena película, lo de este señor es, por un lado, utilizar los tales efectos especiales a troche y moche y, por otro, acabar con nuestro mundo.
Por ejemplo, en 1996 fuimos atacados por seres del espacio, “aliens”, que, de no ser por el arrojo y el cruento sacrificio de nuestros hermanos norteamericanos, tan prestos siempre para salvar a la Humanidad, ahora mismo estuviéramos nosotros (y con nosotros todo el resto de los humanos que sobrevivieran) rompiendo piedras para beneficio de esos invasores tan poderosos que hasta su mismo Presidente hubo de luchar a muerte contra ellos.
En 1998, Emmerich vuelve a las andadas con “Godzilla”, un motrúcalo japonés que le vino como anillo al dedo y que, si no acabó con todo y con todos, fue, de nuevo, por obra y gracia de los norteamericanos.
En 2004, vuelve a las andadas Emmerich con “The day after tomorrow”, cuando los amigos del norte nos salvan cuando ya el mundo entero estaba a punto de descuajeringarse por obra y gracia del sobre calentamiento.
Y, caramba, parece ser que eso del tal calentamiento le gustó al maravilloso director porque ahora sucede algo muy por el estilo en “2012”: usted pone agua en la cafetera, añade el café y, zas, no tiene que prender la hornilla porque va a hervir sola porque todo se pone tan caliente que, por lo menos, ahorramos cantidad al no tener que encender los calentadores.
“2012” esta concebida para que más o menos cada diez minutos haya un despliegue de “maravillosos efectos”: la tierra se abre, los autos se hunden, las casas y edificios se derrumban, luego van derrumbándose en sucesión ciudades enteras, para culminar con los tan decantados “sunamis” con su crucero de lujo cual juguete de niño volteándose en medio del mar embravecido, y más adelante enormes, gigantescas olas que van cubriendo no sólo matas de coco sino ciudades, montañas, valles y todo lo que se invente el Roland para dejar a sus espectadores con los ojos como aguacates.
Al estilo Maya
Claro, todo ello se alterna con los diálogos más necios que puedan imaginar, intercalando los mentados desastres con llorosas despedidas, actos heroicos a cargo del buen mozo (y norteamericano, por supuesto) de turno, con un presidente negro que se sacrifica como buen capitán, y otro también negro, pero científico, que hace quedar mal a el jefe de gobierno blanco que sucede en el mando al ya despanzurrado Presidente, y hasta cib perritos simpáticos y un ruso millonario villano (ese es malo, no su gobierno, recuérdese que estamos en 2009).
O sea, que según Emmerich, los muy preparados mayas tenían toda la razón y los científicos de ahora, que nunca han hablado ni barruntado sobre desastres globales a corto plazo, no saben lo que están hablando. O, tal vez lo que sucede es que, en un vuelco milagroso del tiempo, los mayas predijeron que Cristo venía en 2012, que eran tan creyentes como los papamoscas de ahora y que, claro, Emmerich también es maya y cristiano. Amén. Armando Almánzar R.
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